Nuestros hábitos alimenticios, como ya sabemos, están condicionados culturalmente. La cultura en la que vivimos es la cultura del mercado (y no de la salud), del beneficio multinacional, por encima de lo cual no cabe alzar ningún valor y, cuando se hace, parece extravagante. A pesar de que se ha instalado el prejuicio de que hay que comer de todo, no es difícil ver la trampa: por un lado, no comemos de todo sino que se considera como materia alimenticia la carne de algunos animales y no la de otros, y lo mismo ocurre con plantas, frutos, flores, raíces, etc., y así ese todo famoso se refiere sólo a la parte de posibles fuentes nutritivas que el mercado ha considerado rentable. Por otro lado, prestigiosos nutricionistas independientes afirman que, de hecho, no se debe comer de todo, dado que muchos alimentos son nocivos para el metabolismo humano independientemente de la mesura con la que se consuman, ya que contienen sustancias tóxicas que dañan nuestro cuerpo. Se indican la mayor parte de las carnes usadas como alimento como ejemplo de estos alimentos extremos que deberíamos evitar. Una dieta vegetariana equilibrada sería perfectamente saludable (incluso más en la mayoría de los casos): podemos prescindir de todo alimento de procedencia animal y obtener los nutrientes necesarios, incluidas las proteínas de alta calidad. El vegetarianismo constituye un cambio de hábitos, una reorientación de nuestros placeres y una apuesta gastronómicamente creativa al margen de la seducción, cada vez más impuesta, de la comida rápida. Muchos se escudan en la acientífica teoría de que el ser humano se construye a sí mismo a partir de la caza y consumo de animales como fuente de alimentación. Sin embargo, Darwin y otros biólogos importantísimos en el evolucionismo no sólo negaban esta teoría, sino que practicaban el vegetarianismo.

Por supuesto, el vegetarianismo que aquí defendemos no es una simple opción dietética sino que hunde sus fundamentos en criterios esencialmente éticos, pudiendo llegar a ser comprendido también como una práctica política. El basamento es sencillo: el respeto a la vida y al bienestar de todos aquellos que, aunque no pertenezcan a nuestra misma especie, presentan capacidades para sentir dolor y placer; y la conciencia ecológica, imprescindible para vivir integrado en nuestro contexto natural. Respecto a lo primero tendríamos que hacernos la pregunta ¿qué ocurriría si los mataderos tuvieran paredes de cristal? ¿Y qué ocurriría si cada uno de nosotros tuviera que trabajar en ellos para comer carne? Con seguridad los índices de carnívoros descenderían significativamente, especialmente allí donde las personas todavía no se han desensibilizado ante escenas de extrema crueldad, como las que se producen detrás de esas paredes que no sólo no son de cristal sino que explícitamente se han dotado de todas las medidas para hacerse invisibles. Sus procesos ocurren tras una total opacidad. La vida (hacinamiento, mutilación para ocupar menos espacio o para no provocar problemas, etc.) y la muerte (a menudo lenta y terriblemente dolorosa) suceden para estos animales sin obtener el más mínimo respeto. Si nos acercáramos, podríamos ver en sus ojos la expresión de un infinito sufrimiento. El placer estético de comer productos cárnicos concluiría si se presentara visiblemente asociado a estas escenas que no sólo repugnan a la ética sino a nuestros sentidos.

En cuanto a la conciencia ecológica, atendamos a los estudios que muestran la no sostenibilidad de la alimentación cárnica en el planeta. En los últimos 40 años se han desertizado el 40% de las selvas tropicales centroamericanas para obtener pastos para ganado que luego se exportan. Mientras se necesitan 550 litros de agua para producir una ración de pan, obtener 100 gramos de carne supone el gasto de 7.000 litros. Además, los residuos ganaderos ya han contaminado gran parte de ríos y áreas marinas. El cultivo de cereales para alimentar al ganado necesita amplias cantidades de productos derivados del petróleo. No olvidemos la cantidad de enfermedades transmisibles provocadas por el consumo de carne, que se derivan de la maximización del beneficio a partir de técnicas como la hormonación. Mientras en los países desarrollados millones de consumidores mueren por enfermedades derivadas del consumo masivo de carne, en el resto del mundo los desheredados fallecen a causa de la desnutrición, ya que se les niega el acceso a las tierras para cultivar los alimentos con que mantener directamente a sus familias.

El día 20 de marzo, Día Mundial sin Carne, se presenta como invitación a experimentar con el vegetarianismo, que más que una renuncia es una reformulación de nuestros placeres y de nuestro paladar.

Belén Castellanos Rodríguez
Profesora de Filosofía del IES Sagasta de Logroño
En representación de Animanaturalis La Rioja