Para empezar a contar mi historia voy a tomar prestadas las palabras de mi querida A. Rich, cuando escribe: “gran parte de las primeras décadas de mi vida se gastó en una continua tensión entre el mundo que me enseñaron a ver y los destellos de percepción que llegaban a través de la mirada de la que se siente marginal”.

Si hay algo por lo que estoy agradecida a mis padres es por haberme permitido crecer rodeada de animales y por haberme enseñado que eran uno más de la familia. Nunca me tuvieron que explicar que los animales merecen nuestro respeto, he convivido con ello cada día desde que tengo uso de razón.

Con esa premisa no es de extrañar que creciese con un inmenso sentimiento de empatía hacia los animales, que entró en conflicto cuando fui siendo consciente de lo que les hacíamos, a principio como pequeños destellos inconexos, más tarde como una realidad que me destrozó el corazón y me impidió seguir viviendo como si nada.

El primer chispazo que recuerdo fue siendo muy pequeña, tenía unos 6 años y fuimos unos días a Santander, no recuerdo si estuvimos cogiendo cangrejos o cómo llegó un cangrejo vivo al cuarto de baño, donde pasó la noche para comerlo al día siguiente. Esa noche, horrorizada, no podía quitármelo de la cabeza, estuve pensando cómo podía liberarlo sin que me castigaran hasta que me quedé dormida.

A lo largo de los años estos destellos se produjeron de forma intermitente sin impedirme llevar una vida “normal” hasta que estando en la universidad unos activistas me dieron un papel con información sobre la alimentación vegana y, de repente, todo se conectó. Llegué a casa y comencé a buscar información, a ver documentales y entendí que no podría seguir diciendo que me importaban los animales si no cambiaba mis hábitos. Como estudiante de filosofía ya comprendía bien que la violencia y la opresión (en distintos aspectos) es estructural, pero que eso no nos exime de hacer nuestra parte. Uno es corresponsable de ellas si las reproduce, y yo decidí que esa injusticia, esa violencia y ese dolor no se infligiría más en mi nombre. No fue de la noche a la mañana, y el principio (como el de todos y todas) fue duro, lleno de cuestionamiento por la gente de mi alrededor y sintiéndome muy sola, pues no conocía a nadie vegano; pero fue (es) un proceso sin marcha atrás. En estos 13 años no he dejado de informarme, de evolucionar y de participar de diversas formas en el movimiento por la liberación animal.

Las palabras de A. Rich, con las que empezaba continúan así y son también perfectas para terminar: “sólo cuando pude confirmar finalmente la mirada desde el margen como fuente de una visión legítima y coherente empecé a vivir la clase de vida que quería vivir.”