Cuando decidí dejar de comer carne hace casi ya nueve años no era una persona empática con los animales. Nunca había convivido con un gato, a los que consideraba ariscos y poco de fiar, ni siquiera tenía un amigo con perro. Mi relación más cercana con un animal había sido con un hámster que tuvo mi hermana, que realmente sólo me perturbó una noche que se escapó de su jaula para atrincherarse en mi armario de la ropa.

Conocía a gente vegetariana y aunque su elección de vida me perturbaba no llegaba a tomármelo en serio, mis abuelos siempre habían vivido de su carnicería por lo que sentía su decisión como una leve molestia que en cierta forma me cuestionaba, como una piedrita en el zapato: demasiado pequeña para descalzarse y quitársela pero suficientemente grande como para notarla al caminar.

Cuando decidí dejar de comer carne convivía con tres amigos y compañeros de universidad, mi caso fue una experiencia progresiva y colectiva dado que todos menos uno dejamos de hacerlo, cada uno por sus propios motivos que poco a poco se volvieron comunes. Vimos varios documentales, mucha información apareció como si nunca antes hubiera estado delante de nuestros ojos. Pese a que al principio nada me parecía suficiente para sentirme señalado, fueron cumpliendo su objetivo en el intento de mostrar los engaños de las imágenes en las etiquetas, la corrupción del marketing y la costumbre que no hacía sino normalizar la barbarie, así como el mirar de frente el rostro de la violencia sin control que se ejercía sobre seres sintientes. A pesar de mi falta de empatía todo esto me implicaba cada vez más, llevándome al punto de hacerme imposible seguir actuando como si nada pasara. Mi caso fue la toma de consciencia de lo cruel y despiadado de la industria cárnica.

Progresivamente me fui familiarizando con términos hasta entonces desconocidos y realidades que pese a la cercanía de las mismas siempre me habían parecido lejanas, unidas al sumo poder de la indiferencia y el cinismo que se esconden tras la fórmula “una persona no cambia nada” para (auto)justificar la inacción. Al principio, dejar de comer carne parecía un desafío contra todo -y sin duda era uno de los pilares de mi decisión- que se tornó en una obligación que casi nueve años más tarde me exige no poder volver a ser como era.